EL HOMBRE QUE SABÍA VOLAR
Hoy
el azul y el blanco comparten el dominio de las alturas que pueden a
llegar a ser siderales. ¿Tal vez no sea tanto? Yo extiendo mis alas, algo adormecidas todavía, con cierta lentitud perezosa con
regusto placentero. Respiro el aire puro aromatizado por la retama,
los codesos, los pinos, los laureles... Poco a poco, sin apenas
darme cuenta, mi espíritu se va embriagando de plenitud y hasta del
amor a la tierra que me parió. Ahora doy vueltas alrededor del
Sagrado Nublo, con su forma fálica que a algunos melindrosos
trasnochados puede resultarles obscena. Mi corazón, se lo aseguro,
baila al ritmo de algunas melodías que pueden ecos milenarios.
¡Poema de potencia sexual y fertilidad simbolizado en dicho roque!
Debajo, la Caldera de
Tejeda, el útero
gigante sobre una “tormenta petrificada”, como creo que la llamó
así un tal Unamuno, juntaletras
español por muchos conocidos. Lo de juntaletras no tiene sentido
peyorativo, pues bien que le respetamos. Vuelo y revuelo. Subo y
bajo, como niño divirtiéndose en un tobogán. Azul infinito y en
picado cayendo sobre la presa, como si fuera un cernícalo.
Hundiéndome sobre el gánigo
formado por cráteres erosionados ¡Felicidad de erotizado placer!
Creo que a más no se puede llegar o quizás estoy exagerando. Ante
la embarazosa duda digo que solo sé que no sé nada, podría añadir
como dijeron otros antes. (del libro "El hombre que no sabía volar"). (CONTINUARÁ)
FÉLIX MARTÍN ARENCIBIA