Comparto con ustedes este sueño que nos trasporta al mundo de la naturaleza, de la que reivindicamos su conservación, y del placer que nos humaniza y nos energiza hacia la solidaridad... Se trata de uno de los relatos de mi libro "Raíces de volcán dormido"
Caminaba bajo el ardiente sol del mediodía. Sudaba a mares. Me abría paso entre lo gigantescos yerbajos. Andaba cuesta abajo. No quería saber de nada. Huía de mis propios demonios que por momento se agitaban dentro de mí como si fueran una batidora. Aceleraba mis pasos de una manera endiablaba. Bajaba un cercado y otro. Las margaritas amarillas perecían bajo mi angustia. Miraba hacia el fondo del barranco.
Tenía una idea fija: un grupo de palmeras reunidas en tagoror y con aspecto amenazante. Quería enfrentarme a ellas armado con mi contenida furia interna. Avanzaba y avanzaba. Mis piernas sangraban bajo las garras mortíferas de las zarzas. No miraba ni para el cielo ni para la ladera encaramada allá en lo alto. Ahora ya corría y mi corazón se aceleraba.
Terminé volando cual cernícalo planeando sobre su presa que no era otra que las palmeras del barranquillo. Intento caer en picado sobre mis enemigas. De pronto descubro entre ellas: una hermosa reina con las formas de la mujer de mis sueños. Ella me miró, yo le devolví la mirada. El cielo estaba vestido de un azul maravillosamente intenso. El sol nos iluminaba con su prepotente luz. Extasiado. Extasiada. Acercamiento lento, mirándome en sus inmensos ojos verdes. Nuestras manos se aproximaron en un vuelo que me pareció eterno. Cerramos lentamente los ojos. Acariciamos nuestras pieles encendidas con fuegos de volcán encendidos por la pasión recién nacida.
Nuestros corazones bailan las más alocadas danzas. Nuestros cuerpos se funden entre troncos, ramas y campos floridos. El fondo del barranco nos sirve como el más lujoso lecho de amor. Nos amamos durante horas. El sol se despierta de la siesta. Avanza lentamente sobre la ladera de la tarde. Nuestros cuerpos se revuelcan una y otra vez llenando el ocaso de mariposas de caricias, abrazos de hojas de palmera, besos de siemprevivas, penetraciones de los últimos rayos de sol...
Llega Enac, la dueña de las tinieblas, que pronto es semianulada por la Luna. Una bella y vieja amante, emperifollada, radiante, nos sorprende y maquilla nuestras pieles de un color lechoso. Nuestros cuerpos continúan su danza amorosa bajo la música de la noche llena de silencios sugerentes, sinfonías de grillos, gemidos de gatos en celo, alaridos de perros encaprichados y gritos de gozo de lechuzas enamoradas colgadas en lo alto de las siluetas siniestras del acebuchal...
Nuestra pasión no se enfría ni con los relentes de las penetrantes humedades nocturnas. Nuestra ardorfogalera es avivada una y otra vez, por el talismán ardiente que late en el corazón rebosante de erotismo, de una luna provocadora de sueños de sábanas verdirojas.
Una seda salpicada de estrellas engalana nuestras pieles desnudas encendiendo aún más los fuegos de nuestra pasión infinita que se eleva hasta las alturas siderales. Remolinos de gritos de vientos amándose en las profundidades de los barrancos y olas chillando de placer en los acantilados nos acompañan en medio de la ardorosa noche.
Mucho antes que asome Magec, el dios sol, cuando la luna llega a su plenitud de amante: ¡Nuestro orgasmo al fin estalla en un volcán de bengalas multicolores, bajo la coreografía de un baile de estrellas agitándose sobre el universo infinito! Despierto cegado por la luzfuego de Magec que invade mi habitación y me doy cuenta que ha sido el más maravilloso y dulce sueño que en mi vida he tenido.
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