EL HOMBRE QUE SABÍA VOLAR
Una
vez más, y ya he perdido la cuenta,
renace otro día gozoso inundado de luz, azules, los verdes de
nuestras plantas y el color de la hierba que se ha ido secando. Este
último indica indica que el verano ya está a la vuelta de la
esquina y nos espera con los brazos abiertos. Igual más adelante nos
dará un abrazo de asfixiante de oso con una calima y una ola de
calor, este año se han producido unas cuantas. Por ahora, una suave
brisa acicala las melenas de las palmeras que se muestran un tanto
engreídas.
Quizás, también algo picaronas, para conquistar a algún otro
vecino arbóreo como puede ser un pino, una araucaria… La vida en
la naturaleza es algo más complicada que lo que parece, amigas
y amigos.
Me
encuentro un tanto pletórico y un cierto cosquilleo en el estómago
me anima a realizar un vuelo un poco más largo que los anteriores.
Saco mis alas plegables, las sacudo para quitarles algo de polvo o
humedad que se les haya adherido y remonto al golpito el vuelo. Cojo
la máxima altura y contemplo la isla, una vez más con su hermoso
traje resplandeciente. Por momentos sus reflejos me obligan a cerrar
los ojos, pero por décimas de segundo, luego sigo disfrutándola.
Más allá, a lo lejos, el sol está asomando su cara un tanto
sonriente y parece guiñar un ojo con algo de picardía. Cualquiera
sabe la razón del simpático gesto. Puede incluso que sea invención
mía, una especie de celaje. Mi dirijo hacia él atraído como por un
imán, sí, de esos que salen de mi imaginación con algo de
herrumbre y todo. Me dejo llevar por las corrientes de aire. Ahora me
produce algo más de placer. Mi vuelo se hace cada vez más rápido.
Ya estoy en pleno Atlántico, el océano misterioso que albergó
parte de la mítica Atlántida. Unas toninas saltan bajo mi silueta,
parece que intentan agredirme, pero casi estoy seguro que solamente
se trata de un juego. Allá, a lo lejos, contemplo un grupo de
gaviotas, armando un cierto escándalo, como ya es costumbre en
ellas. Ahora veo surcar barcos de pasajeros y de carga reflejando una
cierta gama de colores hacia los espejos del cielo, que no son por
cierto de cristal aunque a veces nos lo parecen. Aparece una isla
ante mi vista. Parece un esqueleto alargado, plano, solo con algunas
montañas salpicando su cuerpo. Ah, es Fuerteventura,
la mítica y primitiva Erbania.
La sobrepaso rápidamente, aunque no me falten
las ganas de bajarme. Paso el islote de Lobos,
que no tiene lobos, puede que cuando tenga tiempo les explique tal
contradicción.
Félix Martín Arencibia
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